martes, 1 de diciembre de 2009

Del paraíso al caos: Keré y Bissau

Bissau-Lisboa, sábado 26 de septiembre

Qué poquito me queda para regresar a casa... Aunque, parece ser que se va a retrasar nuestra vuelta, pues por una huelga de los empleados de la Tap, nuestro avión, que debía haber salido de Bissau a las 2 de la mañana, parece ser que no lo hará hasta las 6. Así que voy a aprovechar la larga espera, para poneros al tanto de lo que ha pasado estos últimos días en las Bijagós.




Lo cierto es que he tenido bastante olvidado el diario, así que debo hacer una ardua tarea de memoria para recordar todo lo vivido, que ha sido mucho e intenso.


Repasando lo escrito, veo que el relato se quedó en la tarde del miércoles. Pues bien, ese mismo día, antes de la cena, decidimos, que al margen del reportaje de viajes que estamos realizando para la televisión, gracias a todas las secuencias grabadas hasta este momento, tenemos suficiente material como para hacer un reportaje sobre naturaleza y de defensa del medioambiente. Así que los dos últimos días nos hemos dedicado a hacer entrevistas a los responsables de de los parques de Orango y João Vieira-Poilao, además de a gentes que viven en estas islas, que nos han contado su forma de vida y sus tradiciones. Así que, como veis, estas jornadas han sido bastante apasionantes desde el punto de vista profesional, pero también humano: es muy fácil sentirse bien cuando visitas a la gente de la tabanca y escuchas sus historias.


La tarde del penúltimo día tuvimos una reunión con los hombres grandes de Eticoga. Tenían curiosidad por conocer las razones de nuestra presencia y nuestro trabajo en las islas. Así que, aparte de responder a sus preguntas, también aprovechamos para informarnos sobre su organización y costumbres. Nuestras preguntas fueron respondidas más o menos, pues estos responsables de la comunidad dominan el arte de "salirse por peteneras" cuando se les plantean cuestiones que ellos consideran poco pertinentes.

Patricia les hizo muchas preguntas sobre la mujer y sus costumbres y sobre quién tomaba las decisiones importantes. Evidentemente, son los hombres y en concreto el consejo de los hombres grandes, al que pertenece sólo quien ha pagado al resto de miembros a lo largo de varios años (bienes de consumo: arroz, pescado, cana, cabras, cerdos...), los que mandan. Aunque en estas asambleas puede participar cualquier miembro de la comunidad para hacer sugerencias y preguntas, siempre y cuando se trate de un hombre.


Porque para las mujeres existe un consejo paralelo, el de las okinkas. Pese a lo que nos dijeron los hombres grandes, esa reunión bien poco tiene que decir en el caso de asuntos importantes, limitándose a una asamblea en la que se resuelven "cosas de mujeres".


En el encuentro con los "hombres grandes" también intervino un muchacho bastante joven, Cristiano, que nos habló de los problemas reales de la gente del archipiélago: precariedad en el transporte hacia el continente (sólo hay una piragua pública, que pasa una vez a la semana por Orango), ausencia de infraestructuras sanitarias (parece ser que dos de sus mejores amigos han muerto en el último año por accidentes que en caso de tener recursos sanitarios no habrían pasado de un incidente sin importancia) y la limitada capacidad de participación en las decisiones de la comunidad de los hombres jóvenes que, por otro lado, son su sustento económico.

El penúltimo día de nuestro viaje recogimos nuestras cosas y nos despedimos, no sin cierta nostalgia, de todo el personal del Orango Parque Hotel. Con nuestra barca nos fuimos hacia Keré, la isla-hotel propiedad de Laurent. Para llegar hasta allí salimos el jueves por la mañana y tardamos cerca de dos horas. Cuando al fin vimos la silueta de esa minúscula isla, recortándose en el horizonte, sentimos como si estuviéramos llegando al paraíso.


El alojamiento se compone de nueve cabañas, montadas con mucho gusto, y dos edificios centrales, uno con las duchas e inodoros y el otro con el comedor y bar.

A la llegada a Keré nos esperaba en la misma playa Laurent, junto a Cami, el monitor de pesca del complejo, y otro muchacho francés del que no logré entender el nombre, aparte de algunos clientes: una familia de francés y senegalesa, con una niña de unos cinco años y un bebé de meses, que habían venido a la isla acompañados por un amigo suyo, rumano, que es el delegado en Guinea Bissau de una organización humanitaria estadounidense.

En cuanto dejamos las cosas cada uno en su cabañita, nos fuimos a comer. No sabéis qué cara se nos puso cuando, después de tantos días de cocina básica, nos pusieron una ensalada a base de tomate, zanahoria rallada, cebolla, rabanitos... ¡Deliciosa! Después, barracuda con una salsa de nata que estaba para chuparse los dedos, y de postre, mousse de limón. Os juro que en un sitio así y con semejante comida, era muy fácil sentirse en la gloria.

Desde luego apetecía quedarse allí y pasar la tarde bañándonos en el mar y relajándonos al sol. Pero el plan (que no estuvo nada mal) era acercarnos hasta Caravela para visitar un par de tabancas situadas junto a dos espectaculares bosques de ceibas, en los que resulta habitual observar monos de nariz blanca. Así que nos subimos a la barca y en algo menos de media hora llegamos a una preciosa playa de esa isla y comenzamos a caminar por un bosque bien diferente a los que cubren las islas de Orango, pues éste es de tipo subtropical húmedo.



Por fin llegamos al primero de los dos bosques de ceibas. Era increíble, con unos árboles altísimos. Realmente era fácil entender por qué los bijagós los consideran sagrados; había algo mágico en el ambiente. Pero, justo cuando más disfrutábamos de la contemplación, alguien gritó "¡formigas!" y enseguida decenas de voraces hormigas comenzaron a ascender por el interior de los pantalones. No os podéis hacer a la idea de cómo duele su mordisco, inmisericorde y absurdo (pues ellas no consiguen ningún beneficio con eso).

Así que no nos quedó más remedio que salir corriendo de allí.

En la primera de las tabancas nos esperaba la habitual comitiva de niños y mayores.
Pero no nos detuvimos demasiado en ella pues empezaba a caer la noche. David, José Alberto y yo nos pusimos en cabeza un momento y entonces escuchamos que algo se movía entre el ramaje. Era un mono, pero tanto se escondía de nosotros que no llegamos a verlo aunque, eso sí, nos reímos mucho con los gritos que emitía.


En unos minutos más llegamos a la segunda tabanca que, con seguridad, es la más bonita de cuantas hemos visitado en las Bijagós. Estaba distribuida en forma de círculo y con un núcleo de cabañas central. Junto a ese poblado es donde se encuentra el bosque de ceibas en el que resulta habitual ver a los monos de nariz blanca. Éstos son bastante rápidos y esquivos (la población local los caza para comérselos), pero me contento con haber visto cómo tres de ellos pasaban de rama en rama durante un buen rato.

La vuelta a la barca tuvo que ser bien rápida, pues aparte de que la noche acechaba, negras nubes amenazaban tormenta. A Keré llegamos ya de noche y con muchísimo miedo de que Armando, nuestro piloto, no distinguiera el camino correcto o nos estampáramos contra los afilados escollos que rodean muchas de estas islas. Por fortuna, se trata de un grandísimo navegante y llegamos a nuestro destino son mayores contratiempos.



Ya en Keré y mientras los demás se dedicaban a sus cosas, José Alberto y yo aprovechamos para darnos un baño en el mar, contemplando un maravilloso cielo iluminado por los relámpagos que se acercaban a la isla. Estuvimos como una hora a remojo, hablando de lo divino y lo humano y afianzando una bonita amistad.
Tras la ducha, a cenar. Esta vez sopa de cangrejo y albóndigas de bica con espaguetis y tomate frito. La verdad, excesivo para una cena, pero tan suculento que resultaba imposible resistirse...

Durante la cena comenzó a llover fuerte y a levantarse el viento. Así que lo que más apetecía era irse a dormir. Cuando llegué a mi cabaña, la ropa húmeda que había dejado en el porche para que se secara estaba completamente calada. En fin, ya no se podía hacer otra cosa...

Tras el proceso de extender la mosquitera, rociarla de insecticida y revisar las sábanas por si había alguna molesta presencia, me metí en la cama, convencido de que la noche sería larguísima.

No me equivoqué. La tormenta descargó toda su fuerza varias veces sobre la isla, con rayos y truenos estremecedores. En especial uno, que pareció romper el cielo. Con el miedo que me dan las tormentas, ya os podéis imaginar cómo lo pasé. Y, en soledad, sin la compañía del resto de la expedición, aterrado... Ya veis, que uno también es débil.


Pero, aunque tardó en amanecer, la mañana llegó. Ese día habíamos quedado en salir de pesca para completar el reportaje, puesto que la mayor parte de los que se hospedan en Keré es para disfrutar de esa experiencia, siempre de forma controlada (no más de cinco ejemplares de cada especie por barca de pesca y casi siempre se suelen devolver al mar). Pero, como seguía lloviendo y el mar estaba bastante revuelto, finalmente nos quedamos en en el islote haciendo realmente nada, hasta que llegó la hora de la comida.

Cuando terminamos ésta, recogimos nuestro equipaje y nos subimos a la barca para regresar a Biombo. Allí, en el mismo lugar del continente desde el que partimos una semana atrás, nos esperaba Manuel, nuestro chófer, para llevarnos a Bissau.

En un par de horas llegamos a la capital del país, por una carretera que el primer día, cuando la recorrimos de madrugada, nos pareció desolada y que ahora estaba repleta de actividad, con esos grupos de caminantes que recorren las grandes rutas del África Negra y que uno nunca se sabe si van o vienen ni por qué.

Continúo mi relato, ahora durante la espera en el aeropuerto de Lisboa para nuestro vuelo a Madrid, que sale dentro de tres horas.

Bissau no me defraudó. Esperaba encontrar caos y desde luego que lo vimos, además de pobreza, suciedad, desolación. Pero también mucha vitalidad e ingenio para superar dificultades de todo signo, además de intensos colores, olores y sabores. Tras pasar por el mercado central (es un decir) para comprar unos cedés que sirvan de banda sonora al reportaje televisivo y comprar algunos souvenirs (en mi caso, unos pequeño hipopótamos de madera), nos fuimos a entrevistar a Alfredo da Silva, director del IBAP (Instituto para la Biodiversidad de las Áreas Protegidas de Guinea Bissau), que nos habló sobre las seis zonas protegidas del país, algo muy sorprendente dado su tamaño, que es como dos terceras partes de Castilla-La Mancha.

En la sede del IBAP nos comunicaron que, pese a lo que habíamos planeado, que era ir a cenar a uno de los mejores restaurantes de Bissau, se nos esperaba en casa de Nelson Dias, auténtico artífice y adalid de las organizaciones institucionales para la defensa del medio ambiente de Guinea-Bissau. De esta forma, quería agradecer nuestra presencia en el país, así como el trabajo de los oftalmólogos, con los que nos encontramos de nuevo en Bissau.

Así que allí nos fuimos, atravesando polvorientas avenidas repletas de gente y animales, domésticos o no. La casa estaba a las afueras de la ciudad, muy cerca del aeropuerto.

Según llegamos,saludamos al señor Dias y a su mujer, que nos introdujeron en su bonita casa de estilo colonial. Muy pronto empezó a correr la cerveza, el vinho verde, las gambas, los cangrejos, los calamares, el arroz... Todo un festín que, por desgracia, tuvimos que dejar a medias para regresar al hotel en el dormirían Luis e Iris esa noche, para recoger nuestras maletas. Las pusimos todas en la parte posterior del pick up y nos dirigimos al aeropuerto con la esperanza de, al menos, facturar y poder relajarnos un poco hasta la hora del embarque.

Al llegar allí, como una hora después, me impactó la imagen más surrealista de un aeropuerto que he contemplado en todos mis viajes. Estaba cerrado y a oscuras, ni una sola luz, ni en la terminal ni el aparcamiento. Buena parte de los pasajeros del vuelo de Lisboa (el único que saldría ese día del país) se agolpaba en la puerta exterior de Salidas, a la espera de que abrieran. En esas condiciones, decidimos volver a la ciudad, tomarnos algo en uno de los sitios "para europeos" que hay en el centro y regresar posteriormente.

Antes de seguir, tengo que comentar algo que no recuerdo si he hecho antes: Guinea-Bissau no tiene suministro de electricidad. En ninguna ciudad del país. Esto significa que quien quiera luz en su casa o en su negocio debe instalar un generador. Aeropuerto, ministerios, hoteles e instituciones públicas internacionales, incluidas las delegaciones de Naciones Unidas o del Banco Mundial, nadie se escapa a esta forma de suministro energético. Pero, claro, los combustibles de África no son los de Europa. Aquí, a lo largo del proceso de distribución se van adulterando, por lo que, en muy poco tiempo los motores comienzan a sufrir averías. Para reparar esas averías, muchas veces hay que esperar semanas enteras. Es decir, puedes quedarte a oscuras, sin suministro eléctrico durante mucho tiempo, incluso contando con una instalación decente. En fin, África es así.

A la 1:30 regresamos al aeropuerto. Al fin habían abierto las puertas y comenzaba a haber actividad. Quizás demasiada, pues en el mismo lugar donde antes la gente se agolpaba de una forma más o menos ordenada, ahora reinaba el caos más absoluto. Gritos, empujones, zancadillas y los oxidados carritos de equipaje utilizados como parapeto ante las nada sutiles embestidas de quienes intentaban ser los primeros en facturar.

A nosotros nos costó más de una hora y media hacerlo. Y ahí comenzó un largo rosario de trabas burocráticas y de supuesta seguridad que deben pasar todos los pasajeros. Menos mal que nosotros, con eso de que Alberto y David llevaban sus cámaras, nos dieron tratamiento "de periodistas". Y en muy pocos minutos conseguimos llegar a la sala de embarque.

Una vez dentro, y pese a la austeridad de la sala, el agotamiento pudo conmigo y en muy poco tiempo empecé a dar cabezazos sentado en una silla. Y, cuando al fin subimos al avión, más allá de las 6 de la mañana, el sillón me pareció la cama más deliciosa del mundo y me quedé completamente dormido hasta poco antes de aterrizar en Lisboa.



Ahora llevamos más de tres horas en ese aeropuerto, yo empleando el tiempo en escribir. Espero que os guste lo que he contado en él. Por mi parte, he intentado trasladaros buena parte de las sensaciones y emociones que tanto me han llenado durante estos días, en un viaje que, seguro, nunca olvidaré.

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