martes, 1 de diciembre de 2009

Primeras impresiones en Orango

Isla de Orango, Guinea-Bissau, jueves 17 de septiembre de 2009


A mi querida familia y amigos:

Dado que no podremos hablar ni comunicarnos, al menos hasta que regrese al continente (y eso será el último día de mi estancia en Guinea-Bissau), he decidido escribiros todos los días y contaros mis experiencias. Es una buena forma de teneros presentes y también de que estéis al tanto de mis sentimientos, de mis impresiones y sensaciones, aunque sea con dos semanas de retraso.

El vuelo que nos trajo desde Lisboa hasta aquí fue realmente tranquilo y salimos en hora (a las diez de la noche, hora local). Eso sí, de dormir bastante poco, pues los nervios y la incomodidad del asiento, el calor y el hecho de que apagaron la luz casi dos horas después de despegar me lo impidieron. Pero alguna cabezadita eché. A la 1 y media (hora de Guinea Bissau) aterrizamos y fuimos inmediatamente a la terminal para pasar los trámites de inmigración. Después vino la larga espera para la salida de las maletas (casi una hora) que, milagrosamente, llegaron y lo hicieron íntegras. En la espera, se nos presentó Manuel, nuestro chófer, que trabaja para el Orango Hotel.

Gracias a él pudimos salir sin más contratiempos del último obstáculo de entrada, la aduana, donde no nos revisaron y pudimos pasar por el pasillo destinado a las tripulaciones y personal diplomático (nada excepcional, pues según nos contó Manuel, de lo que se trata es de dar todas las facilidades posibles al turista). Manuel fue a buscar nuestro pick up, y en la espera nos asaltaron varios "taxistas" y maleteros ofreciéndonos sus servicios. No os podéis hacer a la idea del caos que había ahí...

Algunos simplemente pedían dinero o un regalo. Y al más pesado de ellos, al fin pude quitármelo de encima regalándole un bolígrafo. Como ves, con bien poco se contenta la gente por estas latitudes...

Nos pusimos en marcha al fin. Le pregunté a Manuel cuál era la distancia que había hasta el hotel en donde dormiríamos esa noche y me dijo que unos 60 kilómetros, de los cuales unos 40 eran por pista asfaltada y el resto por un camino de tierra. En total, una hora y media hora de viaje.

No se equivocaba. Como es lógico, a esa hora la ruta estaba desierta, excepto en algún poblado donde, sorprendentemente, vimos a algunos muchachos paseando al borde del asfalto y varias mangostas, que se cruzaron rápidamente en nuestro camino. A la hora de viaje, más o menos, la carretera de asfalto desapareció bajo las ruedas del pick-up y ahí comenzó la auténtica aventura, a través de un camino de tierra roja, con socavones y alguna que otra zona desdibujada por efecto de las lluvias torrenciales que caen por aquí en esta época del año (temporada húmeda).


Llegamos al hotel, en Biombo, cerca de las 4 de la mañana. Cada uno teníamos asignada una cabañita, sencilla, casi monacal, pero bastante cómoda y, lo que es de vital importancia en el África Negra, con mosquiteras en las ventanas y sobre las camas.

Estábamos agotados, así que nos fuimos a cada habitación. Yo me desnudé y me metí en la cama, donde aún permanecí unos minutos escuchando los sonidos de la noche. Una sensación realmente espectacular, en la que destcaban los aullidos de algunos monos y los reclamos de aves desconocidas para nosotros.

A las 8 de la mañana ya estaba de nuevo en pie, pues habíamos quedado en desayunar a las 9. Me fui a la ducha comunal (por supuesto de agua fría), que resultó ser lo más parecido a los servicios de nuestros campings. Después, a arreglar la mochila para el viaje que nos esperaba. En cuanto al desayuno, muy sorprendente; al aire libre, con café, leche en polvo, zumo de naranja (más una solución a base de polvos con esencia de naranja y muy azucarados), queso, jamón, macedonia de frutas y un bizcocho riquísimo.
Inmediatamente nos fuimos para la barca de aluminio que nos conduciría a Orango, guiados por Armando, un muchacho muy simpático y atento, además de buen patrón y perfecto conocedor de estas aguas.

Nuestro destino, la isla de Orango Grande, se encontraba a unas dos horas, en una ruta que, al principio, resultó muy placentera y al final algo movida, pues unas nubes de tormenta empezaron a levantar olas, que al contacto con la barca hacía que ésta botara, dejándonos el culo bastante maltrecho.

Desde Biombo el viaje discurre en buena parte entre manglares. Más tarde, los manglares van dejando paso al mar abierto, aunque en todo momento flanqueados por islotes y pequeñas islas completamente cubiertas de vegetación. Todos ellos, hasta un total de 88, forman parte del archipiélago de las Bijagós, donde sólo están habitadas las islas mayores. La belleza y riqueza de este archipiélago ha supuesto la declaración de dos de sus zonas como Parque Nacional: Orango y João Vieira-Poilao. También la presentación de su candidatura a integrar la lista del Patrimonio de la Humanidad de la Unesco, y a que su zona marítima esté declarada Reserva de la Biosfera por ese mismo organismo internacional.




La lluvia que empezó a caer a final de recorrido y los consabidos botes de la barca sobre la superficie rizada del mar nos recomendaron agazaparnos en nuestros asientos, hasta que sentimos cómo el motor bajaba de revoluciones. Estábamos llegando. Al levantar la vista, la primera impresión que tuve del lugar donde se encuentra el Orango Parque Hotel fue de auténtica sorpresa. Realmente no me esperaba una playa tan bonita, de arena blanca, flanqueada por una vegetación espesa, de un verde intensísimo.

Nos ayudó a bajar de la barca el personal del hotel e Iris, una de las biólogas que forman parte del proyecto que la organización CDB Hábitat está desarrollando en el archipiélago. Ella nos introdujo en el hotel y nos comentó el reparto de habitaciones: dos para los cuatro periodistas que formamos el grupo. Cuando le comentamos "mi problema" con los ronquidos, lo resolvieron enseguida. Yo, al cuarto de invitados de la casa donde vive el director del hotel, Laurent, un francés interesantísimo del que me imagino os hablaré en próximos días.



En ese momento conocimos también a Luis, biólogo expatriado de la Fundación CBD Hábitat y responsable último del desarrollo del proyecto. Luis es, además, el marido de Iris y con ellos dos tuvimos (tras descansar un poco en las habitaciones) una reunión informativa sobre el programa que desarrollaremos estos días en el archipiélago. Más o menos a las 2 estábamos comiendo. Otra sorpresa más: ensalada de pepino con orégano y aceite de oliva y pollo, preparado al estilo francés, con nata, y que estaba buenísimo. Y de postre, un buen mango. Realmente no me esperaba una comida tan occidentalizada y, sobre todo, tan diversa, pues en mis experiencias anteriores en el África Negra la verdad es que he comido bastante mal.

Después del café nos pusimos en marcha, recorriendo la playa hasta llegar a la tabanca (poblado) de Eticoga. Un buen puñado de cabañas de adobe y techados con fibras vegetales (algunas también con planchas de chapa) donde, aparte de vivir la mayor parte de la población de la isla de Orango, también tiene su sede la oficina del parque. Por cierto, que en las dependencias de ese organismo estos días está trabajando otra ONG española, Anawim, que recorre el país durante unos días de cada año (desde hace seis), tratando a las mujeres y hombres con problemas de visión, incluso operándolos de cataratas. Una bonita labor con alguna anécdota, como la que me contaron, de una mujer que se operó los dos ojos y que, gracias a eso, al fin pudo conocer cómo era el rostro de su propia hija, de 15 años de edad.



David, nuestro fotógrafo entró el quirófano; por supuesto con bata, gorro y patucos. Y estuvo fotografiando una operación. Pero yo, sinceramente, no tenía cuerpo para ver eso y aproveché para hablar con alguno de los médicos de esta ONG con sede en Elche y Valladolid.

Después conocimos a Augusto, hombre grande de Orango y firme candidato a convertirse en rey de las Bijagós, trono vacante tras la reciente muerte del anterior monarca. Uno nunca se espera encontrar un rey vestido con ropa de segunda mano de Coronel Tapioca, pero empiezo a ver que aquí nada es lo que parece y todo tiene una segunda lectura. Y son precisamente esas cosas las que realmente hacen grande este continente. A Augusto, hombre principal de la tabanca, le calculo unos 80 años, desde luego muy trabajados...



Con la ayuda de la traducción de Junior, un joven que anteriormente trabajó como maestro y que actúa como enlace entre CDB Hábitat y la población local, Augusto nos mostró la tumba de la Kinka Pampa, única reina que ha habido en las Bijagós y mujer importantísima en la historia del país, pues su habilidad para tratar con los portugueses, a principios del siglo XX, evitó la guerra. Su mausoleo no es sino una más de las cabañas de adobe del poblado, eso sí decorada con un puerta tallada con escenas de su vida. Augusto nos contó la historia de esta extraordinaria mujer en la propia tumba, que por cierto, no mostraba más artificio que un pequeño cartel donde pone su nombre, junto al del resto de miembros de su familia. Realmente parecía una cabaña más del poblado. Y la explicación la tuvimos luego: parece ser que los bijagós entierran a sus familiares en el suelo de su propia cabaña, de tal manera que varias generaciones pueden "convivir" en ellas sin más separación entre los muertos y los vivos que medio metro de tierra.

Antes, durante y después de la visita estuvimos acompañados por un coro de niños, simpatiquísimos y, de momento, bastante vírgenes de influencias europeas, probablemente porque hayan visto a pocos de esos hombres blancos que aparecen por los poblados dando caramelos y pequeños regalos a cambio de sus sonrisas, sin ser conscientes de que con eso generan necesidades que aquí no tienen ningún sentido; a estos niños se los ve felices, sin necesidad de artificios. Y esperemos que siga así mucho tiempo.




De regreso al hotel, siguiendo la línea de la playa, tuvimos la oportunidad de contemplar un atardecer precioso, al tiempo que observamos en vuelo a varias aves autóctonas (cuervos de pecho blanco, águilas, buitres de las palmeras, chotacabras...). Y sobre la arena, varios cangrejos fantasma, que tiene ese nombre porque su caparazón es completamente blanco, casi transparente.


Ya en el hotel, una refrescante ducha en el baño de Laurent y a comenzar con este diario para vosotros. En un rato me iré a cenar (son casi las 9 de la noche) y espero que muy pronto nos vayamos a la cama, pues realmente estoy agotado.


Mañana, día importante pues vamos a ver a los hipopótamos marinos. Seguiré contando nuestras aventuras.
Os quiero mucho a todos.

Hipopótamos marinos

Isla de Orango, Guinea-Bissau, 18 de septiembre

Hola a todos. Pienso mucho en vosotros, sobre todo durante los momento de contacto con la naturaleza. Son las 3 y media de la tarde y acabamos de regresar de una jornada intensísima.
Pero mi relato se quedó ayer por la noche, cuando me fui a cenar. Eran como las ocho de la tarde y cuando llegué a la zona de comedor estaba ya todo el mundo tomándose una cerveza o un refresco. Cuando digo todo el mundo hablo del resto del equipo, pero también el grupo de oftalmólogos de que os hablé ayer, que se hospedan en el hotel y a los que CBD Hábitat está prestando sus infraestructuras para que puedan desarrollar su labor en los días que permanezcan por el archipiélago.



Después un buen rato de charla, en donde, por cierto, alguien pasó un plato de lomo (que habían traído los oftalmólogos de España, claro), nos fuimos todos a cenar a la gran mesa del hotel. Allí nos sirvieron combé, marisco de concha similar a los berberechos, acompañado de una salsa deliciosa a base de mantequilla, pimienta y otras especias. El segundo plato fue guiso de cerdo (al que habíamos oído matar durante la comida; pobrecito), acompañado de cus-cús y arroz. Y de postre, macedonia de frutas.

Me habría encantado bajar a la playa después de la cena para contemplar las estrellas, pero la verdad es que lo desaconsejan bastante los responsables del hotel, por los posibles peligros que acechan en la noche (sobre todo, serpientes venenosas). Así que no me quedó más remedio que irme a dormir a mi habitación.
Esta mañana habíamos quedado en desayunar a las 7:15, para salir del hotel como a las 8. Menos mal que los ruidos del bosque (cientos de reclamos de aves) y la luz del amanecer me han despertado, puesto que el avisador del móvil no me ha funcionado... Tras una gélida ducha, me he vestido y he llegado a tiempo para el desayuno, a base de café o té, leche, un bizcocho riquísimo y pan con mantequilla y mermelada. De alguna forma me ha recordado a los desayunos de los campamentos de la parroquia...

Después nos hemos subido a la misma barca con la que llegamos ayer desde el continente, para dirigirnos a otra zona de la isla de Orango. Hemos entrado por lo que la gente de aquí llama un río, pero que realmente es uno de los canales de agua marina que se abren paso hacia el interior de estas pequeñas islas arenosas. Estos "ríos" están flanqueados por espesos bosques de manglares, en los que habita una variadísima fauna. Nosotros hemos visto, fundamentalmente, buitres de las palmeras, pero también un par de monos, bastante de refilón pues son animales esquivos, y muchas aves, como pelícanos y córvidos, además de otras especies a las que no sé poner nombre.


Llegado cierto momento del recorrido, hemos tenido que bajar de la barca y caminar unos metros con el agua por las rodillas. Para ello nos hemos descalzado y la verdad es que impresiona bastante, por más que te tranquilicen Luis e Iris, los biólogos, caminar sobre un fondo de lodo en el que imaginas puede haber todo tipo de animales deseosos de chuparte unas gotas de sangre. Por fortuna, nuestros miedos se han demostrado infundados y hemos llegado sin contratiempo ninguno a tierra firme.

A partir de ese momento, hemos caminado unos cientos de metros hasta que hemos llegado a una pequeña tabanca, precedida por dos enormes baobabs y alguna ceiba. A diferencia de la que visitamos ayer, en esta tabanca apenas había gente pues, según nos han contado los biólogos, la mayoría de las mujeres y hombres estarían trabajando en el campo. Esto nos ha dado la oportunidad de observar sin interrupciones algunos de sus utensilios domésticos, como los recipientes de madera cóncavos donde separan los granos de arroz de la cascarilla o algunos caparazones de tortuga, que utilizan para los usos más diversos.

También, unas cintas confeccionadas mediante hojas de palma con las que los hombres se ayudan para subir a las palmeras y recolectar sus frutos. Esos frutos, de color rojizo, son la base del aceite de palma tan importante para la alimentación e intercambios comerciales de estas gentes. Quien nos ha demostrado cómo realizan esa ascensión ha sido João, el único guarda del parque, especializado en el seguimiento y protección de los hipopótamos y que, además, nos ha acompañado durante toda nuestra excursión.

Avanzando por la sabana hemos tenido la oportunidad de ver bellísimas lagunas, no sin antes remojarnos los pies de lo lindo en todo tipo de lodazales y regatos. De esta manera, hemos recorrido parte de la isla durante, más o menos, una hora hasta que al fin, cuando ya escuchábamos el rumor del mar, hemos llegado a la mayor de todas las lagunas. La presencia de los hipopótamos era evidente, sobre todo por la visión de numerosas huellas y excrementos. Pero también por una de esas sensaciones mágicas, intuiciones que te desvelan que algo importante va a pasar.


Cuando andábamos buscando dónde estarían, de pronto el sonido inconfundible de sus hocicos vaciándose de agua al salir a la superficie de la laguna, nos ha dejado el corazón sobrecogido, y al tiempo expectante. Los hipopótamos estaban detrás de una zona de vegetación que nos impedía verlos. Así que hemos tenido que bordear la superficie de agua, hasta situarnos en el punto opuesto. Y allí los hemos contemplado durante un buen rato, disfrutando de un espectáculo realmente único. A pesar de todo, David estaba bastante decepcionado, pues él esperaba fotografiarlos de cuerpo entero.


Después de esta experiencia, ¿qué más podíamos hacer? Nuestros anfitriones lo tenían claro: un picnic en la playa, donde nos esperaba nuestra barca, y un buen baño en el mar. Todo delicioso, excepto por el hecho de que los chicos de la expedición no llevábamos bañador. Así que no nos ha quedado más remedio que hacerlo en calzoncillos.
Pero antes, nuestros chicos de la barca, empleados del proyecto CBD, nos tenían reservada una sorpresa: una serpiente muerta que, parece ser, les había caído encima cuando buscaban la protección de un grupo de árboles al borde de la playa. Ellos decían que era muy peligrosa, aunque luego Luis nos ha comentado que se trata de un tipo de culebra completamente inofensiva.
Os escribo ahora por la noche, pues esta tarde también hemos hecho cosas interesantes.
Tras una pequeña siesta y un café, David y yo nos hemos ido de nuevo a la tabanca de Eticoga para hacer algunas fotos de la gente. Por ejemplo una simpatiquísima mujer manejando una máquina de coser de las de pedales, como las que tenían nuestras madres y abuelas, y que se encarga de coser las faldas y vestidos de la mayor parte de las mujeres del poblado.

De vuelta nos hemos encontrado con el resto de la expedición, que venían a buscarnos y, en las inmediaciones del hotel, también con los biólogos, con los que hemos pasado el resto de la tarde, en animada conversación, hasta el momento de la cena.
Ahora estoy escribiendo en la cama de mi habitación, en donde espero dormir hasta mañana sin contratiempos. Realmente estoy muy cansado, aunque también muy feliz de haber disfrutado de las experiencias del día y de estar en este lugar tan increíble.

Os echo mucho de menos. A todos.

Ambuduco, poblado sagrado bijagó

Isla de Orango, Guinea Bissau, 19 de septiembre

Hola a todos:

Empiezo a sentir la fatiga del viaje. Y eso que duermo bastante bien en el cuarto de invitados de Laurent, que la noche pasada me dejó solo, pues se ha ido a preparar la zona de la playa de Poilao en la que acamparemos mañana. Así que ya veis, en plena África y con toda una casa para mí solito, que ya querrían cualquiera de las familias que viven aquí...

Hoy comenzamos a las 8 de la mañana. Tras el desayuno, nos hemos subido a nuestra barca para llegar a la tabanca más antigua de estas islas, Ambuduco. Para ello, hemos tenido que atravesar otro de los espectaculares manglares, que son la principal riqueza del parque de Orango por la biodiversidad que albergan entre su troncos y raíces flotantes.


Una vez desembarcados, hemos caminado como un par de kilómetros a través de sabanas y bosque tropical seco, hasta llegar a Ambuduco, considerado sagrado por todas las tribus bijagós. Hace unos años se tuvo que trasladar unos metros más arriba, a causa de las frecuentes inundaciones. Pero, al tratarse de un lugar de especial veneración para la población local, lo que han hecho los habitantes es trasladarse y dejar las primigenias cabañas de adobe y techos de palma al cuidado de un hombre grande. No recuerdo si os conté que estos hombres grandes son los auténticos dirigentes de las tabancas, personas por las que, de forma indefectible, pasan las principales decisiones que afectan a la vida comunitaria.


Aparte de lo especial que sea Ambuduco para los bijagós, lo cierto es que todas las tabancas están construidas en lugares que se consideran sagrados por un motivo u otro. La mayor parte de las veces, por la existencia de ceibas (poilaos, como los llaman aquí), esos árboles enormes, con troncos en los que se abren cavidades y que nos llaman la atención cuando visitamos el Parque Genovés o el Botánico de Cádiz.

En Ambuduco hemos tenido la oportunidad de ver, al fin, a hombres trabajando (las mujeres es evidente que lo hacen, y mucho). En concreto, en una pequeña cabaña de forma circular, abierta, algunos hombres del poblado habían instalado una forja bastante rústica, en la que funden el metal con que fabrican sus herramientas (machetes, azadas y, en general, aperos agrícolas).


Después hemos dado una vuelta por el resto de la tabanca, por supuesto levantando una gran expectación entre sus habitantes, no del todo acostumbrados a la presencia de "brancos peleles" (hombres blancos) entre sus calles. Patricia, la chica de nuestra expedición, ha enseñado a los niños a formar un corro y luego una cadeneta de manos y cuerpos. Ellos se lo han pasado genial. Y el resto del equipo, viéndolos, también.
Más tarde hemos pasado un buen rato entre las ceibas, árboles bellísimos, pero también algo inquietantes; sobre todo cuando se sabe que suelen ser morada de algunas de las especies de serpientes más peligrosas del archipiélago: fundamentalmente la mamba verde, pero también otras especies como víboras y distintos tipos de cobras, como la escupidora. Hemos tenido la suerte de ver una de estas últimas reptando por la base de una de las ceibas. Era bellísima, pero también reconozco que su presencia resultaba bastante escalofriante.

Por eso, cuando David me ha pedido que me metiera en uno de los huecos de una ceiba, la verdad es que me he resistido bastante aunque, al final, la foto ha quedado muy bonita.


Tras la visita a Ambuduco hemos regresado al hotel, para darnos una ducha antes de comer, pues entre todo el lodo que nos toca pisotear y el sudor permanente, por el impresionante calor húmedo que hace aquí, nos pasamos todo el día pringados. La comida, como suele ser habitual, se ha hecho esperar un buen rato. Esto, lo de la tardanza en el comer, los primeros días nos tenía un poco desesperados, pero ya vamos entrando en el juego y, si te digo la verdad, me voy sentando a la mesa cada vez con menos apetito. Y eso que gasto energético sí que hacemos (y mucho).

Tras la comida, hoy ha habido siesta. Y después hemos ido de nuevo a Eticoga, donde teníamos concertada una entrevista con Augusto, el enfermero que, pese a estar contratado por el Gobierno, lo cierto es que recibe su salario gracias a la aportación de la familia de un voluntario que estuvo por la zona. Y menos mal que es así, pues Augusto es el último "superviviente" de un grupo de enfermeros que el Gobierno de Guinea-Bissau repartió por estas islas, en un encomiable esfuerzo de prevención sanitaria y tratamiento de dolencias básicas, que muy pronto se quedó sin presupuesto.

Durante la entrevista con él me ha mostrado el consultorio. Me ha dejado impactado la serenidad y también la humanidad y entrega de un muchacho tan joven como él (no creo que llegue a los 25 años). Alguien que ha abandonado su mundo en Bissau para venirse a este recóndito rincón donde, como te puedes imaginar, un sanitario lo es durante las 24 horas del día. Y una de las cosas que me más me ha emocionado es que él es el partero de la zona: en el centro hay una mesa paritoria donde, según él mismo, ha salvado de una muerte segura a muchas mujeres y bebés.



Tras grabar unas imágenes en el consultorio, Luis e Iris nos han presentado a Antonio, el director del Parque Nacional de Orango. Todo un personaje, castrista de pro, locuaz, divertido y también muy humano.
Sobre lo del castrismo de Antonio, todo tiene explicación. Parece ser que durante buena parte de los años 80, el régimen de Cuba se llevó a centenares de niños de las repúblicas comunistas de África para darles formación en ese país americano. Fruto de aquella política es una generación entera con una preparación realmente privilegiada. Ellos son ahora los que ocupan la mayor parte de los puestos de responsabilidad en esos países, y quienes se están encargando de educar al resto de la población. Aunque también es cierto que muchos de los que vivieron la experiencia renieguen del adoctrinamiento de un régimen que, igual que les formó, les privó de una parcela importante de su libertad.

Hemos aprovechado la presencia de Antonio para hacerle una entrevista para la tele, al tiempo que nos ha llevado a la pequeña laguna que hay junto a la tabanca y donde, según nos contó, es habitual ver a Pimbal, un hipopótamo macho y solitario, que va de un lado a otro de la isla buscando "su lugar en el mundo". En esa misma laguna parece ser que también hay cocodrilos. Pero, por desgracia, nosotros no hemos visto ni a uno ni a los otros.

Junto a esta pequeña laguna es donde se encuentra el almacén o mercado donde las mujeres de la tabanca intercambian su mercancía, apoyadas por microcréditos que, aquí, como en el resto de África y del mundo en desarrollo, tanto bien han hecho para la subsistencia de muchísimas familias.



Tras la visita a la tabanca, nos hemos vuelto al hotel, siguiendo el camino del "puerto" de Eticoga y llegando a la playa, donde hemos disfrutado de un bellísimo atardecer, con los rayos del sol abriéndose paso entre nubes que adoptaban tonalidades rojizas.


Ya en el hotel, mientras me tomo una cervecita (ya viene siendo habitual esta rutina), algo apartado del resto del grupo, os estoy escribiendo estas palabras.

En un ratito nos llamarán a cenar, aunque con la calma que tiene el personal me temo que aún nos tocará esperar un buen rato. No me importa. Pese a que este viaje es bastante duro, la verdad es que me siento feliz de estar en un lugar así, disfrutando de una experiencia tan intensa.

A pesar de todo, cuento los días hasta el momento de veros a todos. Os quiero mucho.

El milagro de las tortugas verdes

Isla de Orango, Guinea Bissau, lunes 21 de septiembre


Anoche no pude escribiros, pues no me llevé el portátil a la isla de Poilao, donde dormimos. Y me alegro de no haberlo hecho, pues toda la ropa y el resto del material que utilizamos allí está empapado. Y no es porque realmente se haya mojado porque haber llovido o porque el equipo se haya caído al mar, sino por la tremenda humedad que encontramos donde quiera que vayamos en este bellísimo archipiélago.

Pero todo por partes. Del hotel salimos bastante tarde para lo que habría sido deseable. Pero las mareas, más que cualquier otro condicionante, son las que determinan el ritmo de nuestras excursiones. Si está baja no podemos acceder hasta el fondo de los manglares con la barca, y si está subiendo no podemos ir de isla en isla, pues entonces el oleaje resulta demasiado fuerte y pegamos unos botes bestiales dentro de ese cascarón de aluminio. Así que ayer salimos como a las 10:30. Tras una hora y media de ruta llegamos a João Vieira, isla principal de un pequeño subarchipiélago arenoso que forma parte también de las Bijagós. En esa isla se encuentra la sede del otro parque nacional de la Bijagós, el de João Vieira-Poilao, entre cuyas islas los patrones de las barcas se mueven con cuidado extremo para evitar encallamientos.


En la oficina del parque conocimos a Hamilton, máximo responsable in situ del parque. También a una parte del personal, entre los que se encontraban Tomé y Seco. Éste último es un antiguo cazador de papagallos grises –papagallos cenicientos– (que aquí venden por unos 100 euros a traficantes internacionales de especies exóticas). Seco ahora se ha transformado en salvaguarda de ese ave tan amenazada, gracias ese tipo de reconversiones que tan bien hacen los responsables del medioambiente de algunos países africanos, con el apoyo de instituciones internacionales (entre ellas, CBD Hábitat y MAVA, la organización suiza que les ha contratado para este proyecto).


Como a la hora a la que llegamos a Poilao resultaba imposible ver los papagayos (se avistan a primera hora de la mañana o al atardecer), lo que hicimos fue adentrarnos por el centro de la isla, a través de una espesa selva, para ver las marcas con que los cazadores furtivos señalan "sus" árboles, según un ancestral sentido de la propiedad que el resto de habitantes de la isla respeta escrupulosamente.
Después tuvimos un pequeño picnic en la playa y nos subimos de nuevo a la barca para dirigirnos a Poilao, distante una media hora de navegación.


Poilao es un islote muy especial, pues se trata de uno de los lugares más importantes del mundo para la reproducción de la tortuga verde. Cada año llegan aquí unas 34.000 tortugas hembra, entre junio y diciembre, para depositar sus huevos en la arena. Nosotros hemos asistido a todo el proceso y os puedo garantizar que ha sido una de las experiencias más emocionantes y gratificantes, a nivel profesional y personal, de mi vida.

El relato merece ser contado con detenimiento: a la llegada al islote (apenas un par de kilómetros cuadrados de extensión) nos esperaba el equipo del hotel, encabezado por Laurent, el director, que habían montado en un claro de la selva y junto a la playa un campamento de tiendas de campaña.
También nos esperaban César y Antonio, dos de las personas que el parque ha contratado para llevar un control de las puestas. Ellos son los que nos facilitaron nuestro trabajo, actuando como los mejores guías del mundo.
Después de un baño en el mar y durante un breve paseo por la playa, Iris nos mostró una pequeña tortuguita que acababa de abandonar el nido y que se dirigía, más bien torpemente, hacia el mar, atravesando un largo tramo arenoso. La cogimos, pues estaba en muy mal estado y la depositamos en un pequeño charco a la espera de que la marea se la acabara llevando. Más bien con pocas esperanzas, todo hay que decirlo...



Entonces, César y Antonio nos indicaron que les siguiéramos, pues tenían localizado un nido recién eclosionado. Así que allí nos dirigimos. En el camino nos encontramos con dos tortugas adultas muertas, parece ser que demasiado viejas para retornar al mar tras su última puesta. Lo cierto es que el corazón se te encoge viendo estas cosas. Tras unos 200 metros, nuestros dos guías se adentraron en uno de los cientos de agujeros practicados por las tortugas en el fondo de la playa y empezaron a retirar arena, con un cuidado exquisito. Enseguida aparecieron las patitas, prácticamente negras, de las primeras tortuguitas del nido. En apariencia parecían muertas, pues no se movían. Impresión errónea, pues parece ser que necesitan un tiempo de adaptación a sus nuevas circunstancias vitales (aire, luz...). Como el proceso puede llevar bastantes minutos, César retiró un poco más de arena y, en ese momento, se produjo algo milagroso: decenas de tortuguitas empezaron a surgir del agujero, moviendo rápidamente sus patitas y con una fuerza para salvar los obstáculos que hallaban al paso realmente prodigiosa. Debo reconocer que me puse a llorar. Pero es que, sin duda, fue uno de los momentos más emocionantes de todos mis viajes: el milagro de la vida. Algo que nunca se me olvidará, que espero contar muchas, muchas veces y que nunca me aburriré de compartir.

Queríamos seguir el camino de las tortuguitas hacia el agua, pero los guardianes del parque deben hacer su trabajo que es, precisamente, contarlas. Para eso las meten en un cubo, las dejan al borde del mar y es entonces cuando las cuentan. Este nido, en concreto, tenía más de 150, a las que salvamos de una muerte casi segura, pues de no haber estado nosotros allí, sus depredadores naturales (todo tipo de aves, varanos y cangrejos fanstasma) habrían hecho su trabajo.



Tras esto, la noche cayó rápido, y de vuelta al campamento ya nos esperaba la cena en la mesa. Laurent, pescador profesional, había capturado algunos jacks (sarellas) que los chicos del hotel hicieron a la brasa y que comimos acompañándolas con bicas (otro pescado, de carne blanca) marinadas con cebolla y limón. Todo delicioso.

Estábamos muertos, realmente agotados después de tantas y tan gratificantes vivencias. Lo que más nos apetecía era ir a dormir, pero antes aún nos quedaba uno de los platos fuertes de este viaje. Para eso había que esperar a las 11 de la noche, hora en que la marea estaría alta y que las tortugas grandes tendrían más fácil el acceso para el desove.

Mientras llegaba ese momento nos entretuvimos contando anécdotas de otros viajes, mientras que parte del equipo se fue a dormir un rato. Y yo aproveché también para observar las estrellas, en un firmamento prácticamente libre de luz artificial, pues en Guinea Bissau no hay suministro eléctrico.

Un poco antes de las 11, César nos dijo que podíamos ponernos en acción. Así que avisé al resto de la expedición y nos encaminamos a una pequeña península arenosa que hay al lado norte del islote. Al poco de empezar a caminar, iluminados por linternas de luz roja para no perturbar a las tortugas (que prefieren darse la vuelta si consideran que algo puede suponer un peligro para su puesta), ya distinguimos la silueta oscura de una que ascendía por la playa. Vimos también a dos más excavando en la arena para hacer el nido. Y vimos a una cuarta que ya tenía hecho el agujero, en el que empezó a depositar los huevos.

Fue increíble contemplar en vivo y en directo uno de esos instantes de la naturaleza que normalmente sólo ves a través los documentales de la tele. Increíble, emocionante, maravilloso. Mientras la tortuga estaba realizando el sobreesfuerzo de poner tantos huevos, comprobamos que es verdad lo de que las tortugas lloran. Imagino que no sólo por el esfuerzo de la puesta, sino porque es la forma con que la naturaleza les permite quitarse de los ojos la arena que ellas mismas impulsan con sus patas traseras y que, por otro lado, cubre también buena parte de su caparazón.


Pasaron muchos minutos hasta que la tortuga elegida para nuestra observación nocturna terminó la puesta y muchos más antes de que concluyera el trabajo de tapar el nido y regresar al mar.
Después nos fuimos a dormir, cada uno a su tienda, donde hacía un calor espantoso. De hecho, apenas pude dormir, también por la impresión de que me estaban picando bichos. Impresión cierta, pues al día siguiente tenía todo el cuerpo lleno de picaduras, sobre todo en las piernas y pies.

Tras tan mala noche, cuando comprobé que empezaba a clarear me levanté y me fui a dar un paseo por la playa. Y entonces me quedé alucinado: más de cien tortugas estaban intentando regresar al mar después de la puesta. El esfuerzo resultaba excesivo y muchas parecían rendidas, inmóviles, casi a punto de morir. Pero eso era tan sólo una impresión falsa. La realidad es que estaban esperando la llegada de la marea alta.

Mientras tanto, nosotros aprovechamos para disfrutar de ese espectáculo bellísimo y no menos mágico que el nacimiento de sus crías. Cuando al fin subió la marea y las olas conectaron las lagunas en que muchas de ellas estaban varadas con el mar, vimos como se adentraban en sus profundidades, sacando sus cabezas de vez en cuando para respirar y orientarse.

Es entonces cuando César, uno de los guardianes del islote, nos ha contado que esta misma operación la suelen repetir 15 días más tarde. Y así nos los ha confirmado Luis, más tarde, al consultar los datos que tiene en el ordenador del hotel. De hecho, la tortuga verde puede realizar hasta cinco puestas al año. Desde luego, viendo sólo una de esas puestas, el esfuerzo de cinco nos parece imposible.


Mientras vivía esta experiencia he pensado en muchos de vosotros. Os he imaginado mientras nos emocionábamos al contemplar semejante espectáculo, convencido de que también habría sido una de las experiencias más bonitas de vuestra vida.

De vuelta al campamento ya estaba todo prácticamente desmontado, así que he desayunado rápido (café con leche y un bizcocho riquísimo, que había hecho Ignacio, nuestro guapísimo cocinero) y he recogido mis cosas.


Para el regreso en barca al hotel, Laurent se ha empeñado en pilotar. Y lo hemos sufrido, porque el mar estaba bastante picado y él, que como buen francés que es, debe tener admiración por Alain Prost, ha acelerado sin contemplaciones la barca. De pronto, cuando íbamos a toda velocidad, hemos visto un grupo de aves sobre el mar, evidencia de que algún gran animal marino había dejado su rastro de despojos de pescado. Y, efectivamente, así era. Un grupo de delfines mulares (o delfines de acuario, esos que hay en los zoos de casi todo el mundo) se alejaba del lugar. Hemos ido a su encuentro y ellos nos han acompañado durante un buen rato, jugando con nosotros, mirándonos con tanto interés y alegría como nosotros los mirábamos a ellos. Para eso, se ponían en paralelo a la proa del barco, en posición lateral. Luego se cruzaban entre ellos, para finalmente saltar justo enfrente de la barca, salpicándonos. Con este juego hemos estado casi 15 minutos, contentos y sorprendidos de la belleza, agilidad e inteligencia de estos animales.

Después hemos continuado camino del hotel, adonde hemos llegado hace tan sólo unos minutos. He entrado en mi querida habitación, me he duchado y me he puesto a escribirte en el comedor al aire libre del hotel, donde tengo que reconocer que me estoy quedando dormido. Así que voy a dejarlo por hoy. Mañana os contaré más experiencias. Os quiero mucho.

Boda tradicional bijagó y otras costumbres

Isla de Orango, Guinea-Bissau, martes 22 de septiembre


Hola a todos. Ya queda menos para vernos. Mientras tanto no me queda otra que seguir practicando esta suerte de comunicación retroactiva. Algo que me consuela mucho más de lo que yo pensaba, pues de alguna forma me hace estar en contacto no sólo con vosotros, sino también con nuestro mundo, nuestra civilización, que tan lejana se ve desde este recóndito lugar de África.

Continúo con mi relato, que ayer dejé interrumpido por culpa del sueño. De hecho, según apagué el ordenador, apoyé la cabeza sobre la mesa sólo un ratito y, cuando vino Luis a decirme no recuerdo qué, me di cuenta de que había estado dormido más de una hora.


Tras la comida, que yo apenas he tocado pues llevo un día un poco revuelto, con molestias intestinales, nos hemos ido a Eticoga caminando por la playa.

Allí, como sabían lo interesados que estamos en el tema del matriarcado (prácticamente perdido desde la independencia del país, en 1973), parte del personal del hotel, con sus amigos y familia, nos han organizado la representación de una boda bijagó. La particularidad de esta sociedad matriarcal radicaba en que era la familia de la mujer, por indicación de ésta, quien elegía entre tres candidatos posibles como marido. Para eso, la mujer cocinaba un cuenco de arroz que llevaba a casa de cada novio, en una comitiva flanqueada por mujeres que proferían agudos gritos de alegría, mientras cantaban y daban palmas. Frente a la casa del novio la comitiva era recibida por la familia de éste, encabezada por el tío del joven (mucho más importante que el padre en asuntos de relaciones sociales para los jóvenes bijagós), dispuesta a negociar hasta el más mínimo detalle, pues las exigencias de la parte de la novia solían ser descabelladas e intentaban poner a prueba la idoneidad y habilidad del joven con pruebas que a nosotros nos resultan bastante ridículas. Una de ellas consistía en cocinar un plato de ojos de pescado.



Algo muy aproximado a esto es lo que representaron para nosotros estos jóvenes tan entregados, con la aprobación de sus mayores (los hombres grandes). Bueno, lo hicieron para nosotros y también para el resto de la población de la tabanca, que disfrutaron y se rieron muchísimo con el teatrillo. Y como agradecimiento, Luis e Iris regalaron a los jóvenes una botella de cana, sin duda el mejor medio de pago de estas islas...

Al terminar la representación y mientras caminábamos por la tabanca, se pegaron a nosotros, literalmente, un montón de niños. Algo que viene sucediendo todos los días. Se pelean entre ellos por cogerte la mano y, cuando ya son varios, se reparten los dedos de cada mano, como diciendo, eres mío y yo soy tuyo en este momento. Muchos se quedan alucinados con el vello de mis brazos y no paran de acariciarlo, como si así quisieran comprobar si es real o un disfraz que me hubiera puesto con el propósito de engañarlos.




Acompañados por este séquito nos fuimos a recoger a los médicos, que continúan con su trabajo en la sede del parque nacional, operando a buena parte de los ancianos (y también a muchos jóvenes) de las islas cercanas.

Juntos nos volvimos al hotel, esta vez en el quad. Por el camino se nos cruzaron numerosos chotacabras, pájaros que David intentó fotografiar, pero que no consiguió, pues a diferencia de lo que ocurre con la mayor parte de las aves de estas islas (que no temen a los hombres, pues éstos nunca han tenido necesidad de cazarlos), esas aves se comportaban de forma bastante esquiva ante la presencia humana. No así ante los faros del quad, que parecían dejarlas hipnotizadas.

Ya en el hotel, ducha, cerveza precena, cena y directamente a la cama.

Esta mañana me levantado sin despertador, pues David y José Alberto habían quedado en salir temprano hacia la laguna donde vimos los hipopótamos, para intentar captar más imágenes de estos animales. Así que Patricia y yo hemos podido dormir hasta tarde y aprovechar la mañana para descansar un poco.

Yo me he levantado a las 9, pero Patricia lo ha hecho a las 10:30. Cuando ha venido a desayunar, Iris y yo le hemos hecho compañía y nos hemos puesto a charlar hasta que han llegado los expedicionarios, cerca de las 12:30. Por la cara de David, sé que les ha ido bien (supongo que luego me enseñará las fotos). Eso sí, venían empapados, pues les ha llovido justo cuando estaban en la laguna.

Tras la comida yo me he echado un ratito la siesta y luego hemos vuelto a Eticoga para grabar más planos de la realidad humana de la tabanca.

Ya de vuelta, ahora estoy tomándome una cerveza en el comedor, algo apartado del resto del equipo para concentrarme en la escritura. La verdad es que hay bastante jaleo por aquí, pues los médicos han empezado a recoger todo el material que están utilizando (se vienen con nosotros, en el mismo vuelo, a Lisboa y luego a Madrid) y esto empieza a ser un pequeño caos de cajas y narración de vivencias.

En un rato (espero que no mucho) comenzaremos a cenar. Mañana continuaré el diario.

Del paraíso al caos: Keré y Bissau

Bissau-Lisboa, sábado 26 de septiembre

Qué poquito me queda para regresar a casa... Aunque, parece ser que se va a retrasar nuestra vuelta, pues por una huelga de los empleados de la Tap, nuestro avión, que debía haber salido de Bissau a las 2 de la mañana, parece ser que no lo hará hasta las 6. Así que voy a aprovechar la larga espera, para poneros al tanto de lo que ha pasado estos últimos días en las Bijagós.




Lo cierto es que he tenido bastante olvidado el diario, así que debo hacer una ardua tarea de memoria para recordar todo lo vivido, que ha sido mucho e intenso.


Repasando lo escrito, veo que el relato se quedó en la tarde del miércoles. Pues bien, ese mismo día, antes de la cena, decidimos, que al margen del reportaje de viajes que estamos realizando para la televisión, gracias a todas las secuencias grabadas hasta este momento, tenemos suficiente material como para hacer un reportaje sobre naturaleza y de defensa del medioambiente. Así que los dos últimos días nos hemos dedicado a hacer entrevistas a los responsables de de los parques de Orango y João Vieira-Poilao, además de a gentes que viven en estas islas, que nos han contado su forma de vida y sus tradiciones. Así que, como veis, estas jornadas han sido bastante apasionantes desde el punto de vista profesional, pero también humano: es muy fácil sentirse bien cuando visitas a la gente de la tabanca y escuchas sus historias.


La tarde del penúltimo día tuvimos una reunión con los hombres grandes de Eticoga. Tenían curiosidad por conocer las razones de nuestra presencia y nuestro trabajo en las islas. Así que, aparte de responder a sus preguntas, también aprovechamos para informarnos sobre su organización y costumbres. Nuestras preguntas fueron respondidas más o menos, pues estos responsables de la comunidad dominan el arte de "salirse por peteneras" cuando se les plantean cuestiones que ellos consideran poco pertinentes.

Patricia les hizo muchas preguntas sobre la mujer y sus costumbres y sobre quién tomaba las decisiones importantes. Evidentemente, son los hombres y en concreto el consejo de los hombres grandes, al que pertenece sólo quien ha pagado al resto de miembros a lo largo de varios años (bienes de consumo: arroz, pescado, cana, cabras, cerdos...), los que mandan. Aunque en estas asambleas puede participar cualquier miembro de la comunidad para hacer sugerencias y preguntas, siempre y cuando se trate de un hombre.


Porque para las mujeres existe un consejo paralelo, el de las okinkas. Pese a lo que nos dijeron los hombres grandes, esa reunión bien poco tiene que decir en el caso de asuntos importantes, limitándose a una asamblea en la que se resuelven "cosas de mujeres".


En el encuentro con los "hombres grandes" también intervino un muchacho bastante joven, Cristiano, que nos habló de los problemas reales de la gente del archipiélago: precariedad en el transporte hacia el continente (sólo hay una piragua pública, que pasa una vez a la semana por Orango), ausencia de infraestructuras sanitarias (parece ser que dos de sus mejores amigos han muerto en el último año por accidentes que en caso de tener recursos sanitarios no habrían pasado de un incidente sin importancia) y la limitada capacidad de participación en las decisiones de la comunidad de los hombres jóvenes que, por otro lado, son su sustento económico.

El penúltimo día de nuestro viaje recogimos nuestras cosas y nos despedimos, no sin cierta nostalgia, de todo el personal del Orango Parque Hotel. Con nuestra barca nos fuimos hacia Keré, la isla-hotel propiedad de Laurent. Para llegar hasta allí salimos el jueves por la mañana y tardamos cerca de dos horas. Cuando al fin vimos la silueta de esa minúscula isla, recortándose en el horizonte, sentimos como si estuviéramos llegando al paraíso.


El alojamiento se compone de nueve cabañas, montadas con mucho gusto, y dos edificios centrales, uno con las duchas e inodoros y el otro con el comedor y bar.

A la llegada a Keré nos esperaba en la misma playa Laurent, junto a Cami, el monitor de pesca del complejo, y otro muchacho francés del que no logré entender el nombre, aparte de algunos clientes: una familia de francés y senegalesa, con una niña de unos cinco años y un bebé de meses, que habían venido a la isla acompañados por un amigo suyo, rumano, que es el delegado en Guinea Bissau de una organización humanitaria estadounidense.

En cuanto dejamos las cosas cada uno en su cabañita, nos fuimos a comer. No sabéis qué cara se nos puso cuando, después de tantos días de cocina básica, nos pusieron una ensalada a base de tomate, zanahoria rallada, cebolla, rabanitos... ¡Deliciosa! Después, barracuda con una salsa de nata que estaba para chuparse los dedos, y de postre, mousse de limón. Os juro que en un sitio así y con semejante comida, era muy fácil sentirse en la gloria.

Desde luego apetecía quedarse allí y pasar la tarde bañándonos en el mar y relajándonos al sol. Pero el plan (que no estuvo nada mal) era acercarnos hasta Caravela para visitar un par de tabancas situadas junto a dos espectaculares bosques de ceibas, en los que resulta habitual observar monos de nariz blanca. Así que nos subimos a la barca y en algo menos de media hora llegamos a una preciosa playa de esa isla y comenzamos a caminar por un bosque bien diferente a los que cubren las islas de Orango, pues éste es de tipo subtropical húmedo.



Por fin llegamos al primero de los dos bosques de ceibas. Era increíble, con unos árboles altísimos. Realmente era fácil entender por qué los bijagós los consideran sagrados; había algo mágico en el ambiente. Pero, justo cuando más disfrutábamos de la contemplación, alguien gritó "¡formigas!" y enseguida decenas de voraces hormigas comenzaron a ascender por el interior de los pantalones. No os podéis hacer a la idea de cómo duele su mordisco, inmisericorde y absurdo (pues ellas no consiguen ningún beneficio con eso).

Así que no nos quedó más remedio que salir corriendo de allí.

En la primera de las tabancas nos esperaba la habitual comitiva de niños y mayores.
Pero no nos detuvimos demasiado en ella pues empezaba a caer la noche. David, José Alberto y yo nos pusimos en cabeza un momento y entonces escuchamos que algo se movía entre el ramaje. Era un mono, pero tanto se escondía de nosotros que no llegamos a verlo aunque, eso sí, nos reímos mucho con los gritos que emitía.


En unos minutos más llegamos a la segunda tabanca que, con seguridad, es la más bonita de cuantas hemos visitado en las Bijagós. Estaba distribuida en forma de círculo y con un núcleo de cabañas central. Junto a ese poblado es donde se encuentra el bosque de ceibas en el que resulta habitual ver a los monos de nariz blanca. Éstos son bastante rápidos y esquivos (la población local los caza para comérselos), pero me contento con haber visto cómo tres de ellos pasaban de rama en rama durante un buen rato.

La vuelta a la barca tuvo que ser bien rápida, pues aparte de que la noche acechaba, negras nubes amenazaban tormenta. A Keré llegamos ya de noche y con muchísimo miedo de que Armando, nuestro piloto, no distinguiera el camino correcto o nos estampáramos contra los afilados escollos que rodean muchas de estas islas. Por fortuna, se trata de un grandísimo navegante y llegamos a nuestro destino son mayores contratiempos.



Ya en Keré y mientras los demás se dedicaban a sus cosas, José Alberto y yo aprovechamos para darnos un baño en el mar, contemplando un maravilloso cielo iluminado por los relámpagos que se acercaban a la isla. Estuvimos como una hora a remojo, hablando de lo divino y lo humano y afianzando una bonita amistad.
Tras la ducha, a cenar. Esta vez sopa de cangrejo y albóndigas de bica con espaguetis y tomate frito. La verdad, excesivo para una cena, pero tan suculento que resultaba imposible resistirse...

Durante la cena comenzó a llover fuerte y a levantarse el viento. Así que lo que más apetecía era irse a dormir. Cuando llegué a mi cabaña, la ropa húmeda que había dejado en el porche para que se secara estaba completamente calada. En fin, ya no se podía hacer otra cosa...

Tras el proceso de extender la mosquitera, rociarla de insecticida y revisar las sábanas por si había alguna molesta presencia, me metí en la cama, convencido de que la noche sería larguísima.

No me equivoqué. La tormenta descargó toda su fuerza varias veces sobre la isla, con rayos y truenos estremecedores. En especial uno, que pareció romper el cielo. Con el miedo que me dan las tormentas, ya os podéis imaginar cómo lo pasé. Y, en soledad, sin la compañía del resto de la expedición, aterrado... Ya veis, que uno también es débil.


Pero, aunque tardó en amanecer, la mañana llegó. Ese día habíamos quedado en salir de pesca para completar el reportaje, puesto que la mayor parte de los que se hospedan en Keré es para disfrutar de esa experiencia, siempre de forma controlada (no más de cinco ejemplares de cada especie por barca de pesca y casi siempre se suelen devolver al mar). Pero, como seguía lloviendo y el mar estaba bastante revuelto, finalmente nos quedamos en en el islote haciendo realmente nada, hasta que llegó la hora de la comida.

Cuando terminamos ésta, recogimos nuestro equipaje y nos subimos a la barca para regresar a Biombo. Allí, en el mismo lugar del continente desde el que partimos una semana atrás, nos esperaba Manuel, nuestro chófer, para llevarnos a Bissau.

En un par de horas llegamos a la capital del país, por una carretera que el primer día, cuando la recorrimos de madrugada, nos pareció desolada y que ahora estaba repleta de actividad, con esos grupos de caminantes que recorren las grandes rutas del África Negra y que uno nunca se sabe si van o vienen ni por qué.

Continúo mi relato, ahora durante la espera en el aeropuerto de Lisboa para nuestro vuelo a Madrid, que sale dentro de tres horas.

Bissau no me defraudó. Esperaba encontrar caos y desde luego que lo vimos, además de pobreza, suciedad, desolación. Pero también mucha vitalidad e ingenio para superar dificultades de todo signo, además de intensos colores, olores y sabores. Tras pasar por el mercado central (es un decir) para comprar unos cedés que sirvan de banda sonora al reportaje televisivo y comprar algunos souvenirs (en mi caso, unos pequeño hipopótamos de madera), nos fuimos a entrevistar a Alfredo da Silva, director del IBAP (Instituto para la Biodiversidad de las Áreas Protegidas de Guinea Bissau), que nos habló sobre las seis zonas protegidas del país, algo muy sorprendente dado su tamaño, que es como dos terceras partes de Castilla-La Mancha.

En la sede del IBAP nos comunicaron que, pese a lo que habíamos planeado, que era ir a cenar a uno de los mejores restaurantes de Bissau, se nos esperaba en casa de Nelson Dias, auténtico artífice y adalid de las organizaciones institucionales para la defensa del medio ambiente de Guinea-Bissau. De esta forma, quería agradecer nuestra presencia en el país, así como el trabajo de los oftalmólogos, con los que nos encontramos de nuevo en Bissau.

Así que allí nos fuimos, atravesando polvorientas avenidas repletas de gente y animales, domésticos o no. La casa estaba a las afueras de la ciudad, muy cerca del aeropuerto.

Según llegamos,saludamos al señor Dias y a su mujer, que nos introdujeron en su bonita casa de estilo colonial. Muy pronto empezó a correr la cerveza, el vinho verde, las gambas, los cangrejos, los calamares, el arroz... Todo un festín que, por desgracia, tuvimos que dejar a medias para regresar al hotel en el dormirían Luis e Iris esa noche, para recoger nuestras maletas. Las pusimos todas en la parte posterior del pick up y nos dirigimos al aeropuerto con la esperanza de, al menos, facturar y poder relajarnos un poco hasta la hora del embarque.

Al llegar allí, como una hora después, me impactó la imagen más surrealista de un aeropuerto que he contemplado en todos mis viajes. Estaba cerrado y a oscuras, ni una sola luz, ni en la terminal ni el aparcamiento. Buena parte de los pasajeros del vuelo de Lisboa (el único que saldría ese día del país) se agolpaba en la puerta exterior de Salidas, a la espera de que abrieran. En esas condiciones, decidimos volver a la ciudad, tomarnos algo en uno de los sitios "para europeos" que hay en el centro y regresar posteriormente.

Antes de seguir, tengo que comentar algo que no recuerdo si he hecho antes: Guinea-Bissau no tiene suministro de electricidad. En ninguna ciudad del país. Esto significa que quien quiera luz en su casa o en su negocio debe instalar un generador. Aeropuerto, ministerios, hoteles e instituciones públicas internacionales, incluidas las delegaciones de Naciones Unidas o del Banco Mundial, nadie se escapa a esta forma de suministro energético. Pero, claro, los combustibles de África no son los de Europa. Aquí, a lo largo del proceso de distribución se van adulterando, por lo que, en muy poco tiempo los motores comienzan a sufrir averías. Para reparar esas averías, muchas veces hay que esperar semanas enteras. Es decir, puedes quedarte a oscuras, sin suministro eléctrico durante mucho tiempo, incluso contando con una instalación decente. En fin, África es así.

A la 1:30 regresamos al aeropuerto. Al fin habían abierto las puertas y comenzaba a haber actividad. Quizás demasiada, pues en el mismo lugar donde antes la gente se agolpaba de una forma más o menos ordenada, ahora reinaba el caos más absoluto. Gritos, empujones, zancadillas y los oxidados carritos de equipaje utilizados como parapeto ante las nada sutiles embestidas de quienes intentaban ser los primeros en facturar.

A nosotros nos costó más de una hora y media hacerlo. Y ahí comenzó un largo rosario de trabas burocráticas y de supuesta seguridad que deben pasar todos los pasajeros. Menos mal que nosotros, con eso de que Alberto y David llevaban sus cámaras, nos dieron tratamiento "de periodistas". Y en muy pocos minutos conseguimos llegar a la sala de embarque.

Una vez dentro, y pese a la austeridad de la sala, el agotamiento pudo conmigo y en muy poco tiempo empecé a dar cabezazos sentado en una silla. Y, cuando al fin subimos al avión, más allá de las 6 de la mañana, el sillón me pareció la cama más deliciosa del mundo y me quedé completamente dormido hasta poco antes de aterrizar en Lisboa.



Ahora llevamos más de tres horas en ese aeropuerto, yo empleando el tiempo en escribir. Espero que os guste lo que he contado en él. Por mi parte, he intentado trasladaros buena parte de las sensaciones y emociones que tanto me han llenado durante estos días, en un viaje que, seguro, nunca olvidaré.