martes, 1 de diciembre de 2009

El milagro de las tortugas verdes

Isla de Orango, Guinea Bissau, lunes 21 de septiembre


Anoche no pude escribiros, pues no me llevé el portátil a la isla de Poilao, donde dormimos. Y me alegro de no haberlo hecho, pues toda la ropa y el resto del material que utilizamos allí está empapado. Y no es porque realmente se haya mojado porque haber llovido o porque el equipo se haya caído al mar, sino por la tremenda humedad que encontramos donde quiera que vayamos en este bellísimo archipiélago.

Pero todo por partes. Del hotel salimos bastante tarde para lo que habría sido deseable. Pero las mareas, más que cualquier otro condicionante, son las que determinan el ritmo de nuestras excursiones. Si está baja no podemos acceder hasta el fondo de los manglares con la barca, y si está subiendo no podemos ir de isla en isla, pues entonces el oleaje resulta demasiado fuerte y pegamos unos botes bestiales dentro de ese cascarón de aluminio. Así que ayer salimos como a las 10:30. Tras una hora y media de ruta llegamos a João Vieira, isla principal de un pequeño subarchipiélago arenoso que forma parte también de las Bijagós. En esa isla se encuentra la sede del otro parque nacional de la Bijagós, el de João Vieira-Poilao, entre cuyas islas los patrones de las barcas se mueven con cuidado extremo para evitar encallamientos.


En la oficina del parque conocimos a Hamilton, máximo responsable in situ del parque. También a una parte del personal, entre los que se encontraban Tomé y Seco. Éste último es un antiguo cazador de papagallos grises –papagallos cenicientos– (que aquí venden por unos 100 euros a traficantes internacionales de especies exóticas). Seco ahora se ha transformado en salvaguarda de ese ave tan amenazada, gracias ese tipo de reconversiones que tan bien hacen los responsables del medioambiente de algunos países africanos, con el apoyo de instituciones internacionales (entre ellas, CBD Hábitat y MAVA, la organización suiza que les ha contratado para este proyecto).


Como a la hora a la que llegamos a Poilao resultaba imposible ver los papagayos (se avistan a primera hora de la mañana o al atardecer), lo que hicimos fue adentrarnos por el centro de la isla, a través de una espesa selva, para ver las marcas con que los cazadores furtivos señalan "sus" árboles, según un ancestral sentido de la propiedad que el resto de habitantes de la isla respeta escrupulosamente.
Después tuvimos un pequeño picnic en la playa y nos subimos de nuevo a la barca para dirigirnos a Poilao, distante una media hora de navegación.


Poilao es un islote muy especial, pues se trata de uno de los lugares más importantes del mundo para la reproducción de la tortuga verde. Cada año llegan aquí unas 34.000 tortugas hembra, entre junio y diciembre, para depositar sus huevos en la arena. Nosotros hemos asistido a todo el proceso y os puedo garantizar que ha sido una de las experiencias más emocionantes y gratificantes, a nivel profesional y personal, de mi vida.

El relato merece ser contado con detenimiento: a la llegada al islote (apenas un par de kilómetros cuadrados de extensión) nos esperaba el equipo del hotel, encabezado por Laurent, el director, que habían montado en un claro de la selva y junto a la playa un campamento de tiendas de campaña.
También nos esperaban César y Antonio, dos de las personas que el parque ha contratado para llevar un control de las puestas. Ellos son los que nos facilitaron nuestro trabajo, actuando como los mejores guías del mundo.
Después de un baño en el mar y durante un breve paseo por la playa, Iris nos mostró una pequeña tortuguita que acababa de abandonar el nido y que se dirigía, más bien torpemente, hacia el mar, atravesando un largo tramo arenoso. La cogimos, pues estaba en muy mal estado y la depositamos en un pequeño charco a la espera de que la marea se la acabara llevando. Más bien con pocas esperanzas, todo hay que decirlo...



Entonces, César y Antonio nos indicaron que les siguiéramos, pues tenían localizado un nido recién eclosionado. Así que allí nos dirigimos. En el camino nos encontramos con dos tortugas adultas muertas, parece ser que demasiado viejas para retornar al mar tras su última puesta. Lo cierto es que el corazón se te encoge viendo estas cosas. Tras unos 200 metros, nuestros dos guías se adentraron en uno de los cientos de agujeros practicados por las tortugas en el fondo de la playa y empezaron a retirar arena, con un cuidado exquisito. Enseguida aparecieron las patitas, prácticamente negras, de las primeras tortuguitas del nido. En apariencia parecían muertas, pues no se movían. Impresión errónea, pues parece ser que necesitan un tiempo de adaptación a sus nuevas circunstancias vitales (aire, luz...). Como el proceso puede llevar bastantes minutos, César retiró un poco más de arena y, en ese momento, se produjo algo milagroso: decenas de tortuguitas empezaron a surgir del agujero, moviendo rápidamente sus patitas y con una fuerza para salvar los obstáculos que hallaban al paso realmente prodigiosa. Debo reconocer que me puse a llorar. Pero es que, sin duda, fue uno de los momentos más emocionantes de todos mis viajes: el milagro de la vida. Algo que nunca se me olvidará, que espero contar muchas, muchas veces y que nunca me aburriré de compartir.

Queríamos seguir el camino de las tortuguitas hacia el agua, pero los guardianes del parque deben hacer su trabajo que es, precisamente, contarlas. Para eso las meten en un cubo, las dejan al borde del mar y es entonces cuando las cuentan. Este nido, en concreto, tenía más de 150, a las que salvamos de una muerte casi segura, pues de no haber estado nosotros allí, sus depredadores naturales (todo tipo de aves, varanos y cangrejos fanstasma) habrían hecho su trabajo.



Tras esto, la noche cayó rápido, y de vuelta al campamento ya nos esperaba la cena en la mesa. Laurent, pescador profesional, había capturado algunos jacks (sarellas) que los chicos del hotel hicieron a la brasa y que comimos acompañándolas con bicas (otro pescado, de carne blanca) marinadas con cebolla y limón. Todo delicioso.

Estábamos muertos, realmente agotados después de tantas y tan gratificantes vivencias. Lo que más nos apetecía era ir a dormir, pero antes aún nos quedaba uno de los platos fuertes de este viaje. Para eso había que esperar a las 11 de la noche, hora en que la marea estaría alta y que las tortugas grandes tendrían más fácil el acceso para el desove.

Mientras llegaba ese momento nos entretuvimos contando anécdotas de otros viajes, mientras que parte del equipo se fue a dormir un rato. Y yo aproveché también para observar las estrellas, en un firmamento prácticamente libre de luz artificial, pues en Guinea Bissau no hay suministro eléctrico.

Un poco antes de las 11, César nos dijo que podíamos ponernos en acción. Así que avisé al resto de la expedición y nos encaminamos a una pequeña península arenosa que hay al lado norte del islote. Al poco de empezar a caminar, iluminados por linternas de luz roja para no perturbar a las tortugas (que prefieren darse la vuelta si consideran que algo puede suponer un peligro para su puesta), ya distinguimos la silueta oscura de una que ascendía por la playa. Vimos también a dos más excavando en la arena para hacer el nido. Y vimos a una cuarta que ya tenía hecho el agujero, en el que empezó a depositar los huevos.

Fue increíble contemplar en vivo y en directo uno de esos instantes de la naturaleza que normalmente sólo ves a través los documentales de la tele. Increíble, emocionante, maravilloso. Mientras la tortuga estaba realizando el sobreesfuerzo de poner tantos huevos, comprobamos que es verdad lo de que las tortugas lloran. Imagino que no sólo por el esfuerzo de la puesta, sino porque es la forma con que la naturaleza les permite quitarse de los ojos la arena que ellas mismas impulsan con sus patas traseras y que, por otro lado, cubre también buena parte de su caparazón.


Pasaron muchos minutos hasta que la tortuga elegida para nuestra observación nocturna terminó la puesta y muchos más antes de que concluyera el trabajo de tapar el nido y regresar al mar.
Después nos fuimos a dormir, cada uno a su tienda, donde hacía un calor espantoso. De hecho, apenas pude dormir, también por la impresión de que me estaban picando bichos. Impresión cierta, pues al día siguiente tenía todo el cuerpo lleno de picaduras, sobre todo en las piernas y pies.

Tras tan mala noche, cuando comprobé que empezaba a clarear me levanté y me fui a dar un paseo por la playa. Y entonces me quedé alucinado: más de cien tortugas estaban intentando regresar al mar después de la puesta. El esfuerzo resultaba excesivo y muchas parecían rendidas, inmóviles, casi a punto de morir. Pero eso era tan sólo una impresión falsa. La realidad es que estaban esperando la llegada de la marea alta.

Mientras tanto, nosotros aprovechamos para disfrutar de ese espectáculo bellísimo y no menos mágico que el nacimiento de sus crías. Cuando al fin subió la marea y las olas conectaron las lagunas en que muchas de ellas estaban varadas con el mar, vimos como se adentraban en sus profundidades, sacando sus cabezas de vez en cuando para respirar y orientarse.

Es entonces cuando César, uno de los guardianes del islote, nos ha contado que esta misma operación la suelen repetir 15 días más tarde. Y así nos los ha confirmado Luis, más tarde, al consultar los datos que tiene en el ordenador del hotel. De hecho, la tortuga verde puede realizar hasta cinco puestas al año. Desde luego, viendo sólo una de esas puestas, el esfuerzo de cinco nos parece imposible.


Mientras vivía esta experiencia he pensado en muchos de vosotros. Os he imaginado mientras nos emocionábamos al contemplar semejante espectáculo, convencido de que también habría sido una de las experiencias más bonitas de vuestra vida.

De vuelta al campamento ya estaba todo prácticamente desmontado, así que he desayunado rápido (café con leche y un bizcocho riquísimo, que había hecho Ignacio, nuestro guapísimo cocinero) y he recogido mis cosas.


Para el regreso en barca al hotel, Laurent se ha empeñado en pilotar. Y lo hemos sufrido, porque el mar estaba bastante picado y él, que como buen francés que es, debe tener admiración por Alain Prost, ha acelerado sin contemplaciones la barca. De pronto, cuando íbamos a toda velocidad, hemos visto un grupo de aves sobre el mar, evidencia de que algún gran animal marino había dejado su rastro de despojos de pescado. Y, efectivamente, así era. Un grupo de delfines mulares (o delfines de acuario, esos que hay en los zoos de casi todo el mundo) se alejaba del lugar. Hemos ido a su encuentro y ellos nos han acompañado durante un buen rato, jugando con nosotros, mirándonos con tanto interés y alegría como nosotros los mirábamos a ellos. Para eso, se ponían en paralelo a la proa del barco, en posición lateral. Luego se cruzaban entre ellos, para finalmente saltar justo enfrente de la barca, salpicándonos. Con este juego hemos estado casi 15 minutos, contentos y sorprendidos de la belleza, agilidad e inteligencia de estos animales.

Después hemos continuado camino del hotel, adonde hemos llegado hace tan sólo unos minutos. He entrado en mi querida habitación, me he duchado y me he puesto a escribirte en el comedor al aire libre del hotel, donde tengo que reconocer que me estoy quedando dormido. Así que voy a dejarlo por hoy. Mañana os contaré más experiencias. Os quiero mucho.

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